El origen del glamour

Redacción PlanetLook12/09/2012
Rubias, morenas o pelirrojas; delgadas o curvilíneas, de rostro angelical pero mirada endemoniada. Desde los años treinta hasta finales de los cincuenta, las grandes musas del cine negro llenaron metros y metros de celuloide, en esa época en la que Hollywood era dorado y el cine servía para olvidar las miserias de la rutinaria vida de postguerra.
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por Neus Hilari

Estrellas bellísimas, desde Marlene Dietrich a Rita Hayworth o Grace Kelly, llenaron de estilo las pantallas en un tiempo dónde la moda y la belleza sólo estaban reservadas a la élite de la aristocracia. Ellas plantaron los cimientos del glamour de Hollywood y del fenómeno celebrity que vivimos actualmente, y fueron las primeras reinas de un estilo que todavía está vigente en nuestros días. Queremos homenajear a esas mujeres tan bellas y estilosas que convirtieron la meca del cine en una fábrica de sueños.

Aunque hoy en día nos parece imposible vivir sin Hollywood y sus estrellas, no fue hasta principios de los años treinta que empezaron a gestarse las primeras semillas del glamour hollywoodiense. A finales de los años veinte, después del trance del cine mudo al sonoro, fue cuando las grandes productoras cinematográficas de la época se pusieron manos a la obra para confeccionar a las estrellas que durante las siguientes décadas reinarían en el templo del cine. La denominada “etapa dorada de Hollywood” acababa de inaugurarse y fue entonces cuando, a través de las películas de cine negro que tan de moda estuvieron en la época, surgió la imagen de mujeres bellísimas y esbeltas que fueron capaces de desprenderse, aunque sólo fuera a través de la gran pantalla, del papel de mujer sumisa que reinaba en ese momento. Preciosas e inaccesibles, las protagonistas de los films noirs dejaron casi de ser terrenales para convertirse en divas e iconos de moda y belleza, desbancando a reinas y a princesas de todo el mundo quienes, hasta entonces, habían sido las únicas en gozar de ese estatus. Diosas de la seducción, las nuevas estrellas del cine negro desprendían en las películas una imagen de mujer dura y autosuficiente en la que sus peinados fueron una pieza clave.

Durante el auge del cine mudo de principios de siglo y hasta mediados de la década de los años veinte, en la gran pantalla reinó un tipo de mujer dulce, de bucles perfectos y rostro angelical como Mary Pickford. Fue en los años treinta cuando el cine cambió de rumbo con las películas sonoras y la irrupción de divas como Marlene Dietrich, Jean Harlow y, sobre todo, Greta Garbo. Ellas fueron los primeros ideales de mujer dura que tanto buscaba el cine negro; mujeres de cinturas marcadísimas, hombros anchos y siluetas largas y delgadas que armonizaban con sinuosos vestidos de noche hechos con tul y seda. Marlene Dietrich incluso se atrevió a ir más allá, desafiando el sistema de la época vistiéndose con trajes de corte masculino, que hasta entonces habían estado reservados sólo para los hombres. Como no, el maquillaje y el peinado eran dos bases muy importantes en estos iconos de belleza, que destacaban su piel blanca y suave con unas cejas depiladas al extremo, pestañas postizas que agrandaban sus ojos y unos labios maquillados con tonos intensos. En cuanto al peinado, mientras Greta Garbo optaba por una media melena castaña, recta y con volumen para acentuar su imagen de diva misteriosa e inaccesible; Jean Harlow fue pionera en teñirse el cabello de rubio platino para armonizar su melena con los vestidos de noche blancos que llevaba en las películas. Un tono de cabello que la convertía en un ser todavía más divino e inaccesible para el resto de la población, casi como un sueño; razón por la que Marlene Dietrich no tardó en imitar a su colega tiñéndose la melena de un rubio casi blanco.

Ellas fueron las primeras divas del cine sonoro; las diosas de un templo que pronto tuvieron que compartir con las nuevas estrellas que las productoras de cine empezaron a moldear a su gusto y que destacaban por su cuerpo lánguido, su larga melena, casi siempre rubia, y su aire misterioso, como Katharine Hepburn, Lauren Bacall o Veronica Lake, cuya popularidad le debe mucho a su mítico peinado que caía sensualmente sobre un lado de su rostro tapándole el ojo derecho. El peek-a-boo-bang, como pasó a denominarse el peinado en cuestión y que significa algo así como espiar por la mirilla, no tardó en ser el más imitado de la época y hasta fue denominado el peinado del siglo. La repercusión fue tal que, durante la Segunda Guerra Mundial, el Departamento de Guerra de Estados Unidos exigió a la Paramount la prohibición del peinado de Veronica Lake porque todas las mujeres que trabajaban en las fábricas lo imitaban y la moda de taparse un ojo con el pelo había aumentado el número de accidentes laborales.

Rubias, sexys y sensuales, las grandes estrellas del cine negro parecían cortadas por un mismo patrón. Todas menos una, la única pelirroja entre un mar dorado; Rita Hayworth, símbolo sexual del Hollywood de los años cuarenta gracias a su papel en Gilda (1946). Y aunque en un principio Rita no encajaba con el ideal de mujer lánguida de la época, consiguió crear una imagen a su semejanza para llegar hasta lo más alto. Aún así, su escalada al éxito no estuvo exenta de sufrimiento, ya que tuvo que someterse a constantes y duras sesiones de electrolisis para acentuar el nacimiento en forma de pico de su cabello, el cual daba forma de corazón al conjunto del rostro. De este modo, con su cabellera larga y ondulada, Rita Hayworth se convirtió en la primera pelirroja que triunfó en el Olimpo de Hollywood, razón por la cual su tono de cabello pasó a ser el más demandado en las peluquerías de medio mundo.

A pesar de Rita Hayworth, la década de los cincuenta volvió a encumbrar a las rubias, aunque la típica femme fatale del cine negro ya no gozaba de la popularidad de sus inicios. En los cincuenta, debido a la resaca de la Segunda Guerra Mundial, la mujer autosuficiente pasó a ocupar un segundo plano y fueron dos nuevos estilos de mujer los que triunfaron en el Hollywood de la época: la sumisa, dulce y elegante; y la sexy y explosiva, deseo fetiche de cualquier hombre de a pie. El primer grupo estaba encabezado por Grace Kelly y Audrey Hepburn, las dos princesas del cine –hecho que la primera acabaría haciendo realidad después de casarse con Rainiero de Mónaco y acentuar así su imagen de princesa de cuento de hadas–. El estilo inocente y aniñado que proyectaban Kelly y Hepburn estaba muy lejos del de las mujeres fatales que las precedieron. Grace Kelly era más clásica, con sus moños bajos y sus faldas de gran vuelo; y Audrey Hepburn proyectaba una imagen más divertida y chispeante, con su corte de pelo con la nuca despejada y un gran flequillo, que chocaba con sus abundantes cejas poco depiladas.

Al extremo de estas dos imágenes dulces se encontraba el otro gran estilo de mujer de los cincuenta, más moderna y explosiva. Marilyn Monroe encarnó a la perfección el papel de la sensualidad personificada, con un estilo muy sexy que también difería del de las antiguas femmes fatales. Mientras éstas transmitían una imagen de la mujer semejante a la leyenda de la mantis religiosa, es decir, dura y destinada a engañar y ser siempre superior al hombre; Marilyn era rubísima, curvilínea y atolondrada; y transmitía una imagen de mujer sin demasiadas luces y fácilmente llevable por los hombres. Un cánon de rubia que encajaba mucho más con el nuevo prototipo de los años cincuenta, que estaba ya muy lejos de las mujeres autosuficientes que habían pintado de dorado el cine negro de los años cuarenta.

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